
El origen de muchos tejos como el de esta fotografía fue posiblemente un pequeño bonsai que tuvo que esperar y resistir décadas, quizá un siglo entero, antes de escapar al diente del ganado y desarrollarse plenamente.
UN TEJO ASTURIANO, EL BONSAI ESTRELLA.
Un ejemplar de 800 años de vida y 70 centímetros de altura protagoniza un congreso internacional en Murcia.Titular de un artículo en el diario
La Nueva España, 10 de abril de 2009
Aunque desde afuera, el mundo del bonsái pueda resultar desconocido y sorprendente, es obvio que para muchos resulta una forma de arte, de ocio o negocio, incluso todo esto al mismo tiempo y quizá mucho más. Sin embargo noticias como la anterior y la constatación de que existe una realidad paralela de expolio sistemático y creciente de árboles silvestres, nos exige denunciar los abusos, pero también explicar todo el daño que se está haciendo a algunos de los ecosistemas más frágiles de nuestro entorno y por ende a la propia reputación de los que practican esta disciplina.
Ciertamente en la montaña encontramos con cierta frecuencia árboles retorcidos y achaparrados que pese a su pequeño tamaño, llaman la atención por la belleza de sus formas. Son auténticas esculturas vivas, conformadas por las difíciles condiciones que soportan sobre la pura roca y bajo el continuo ramoneo de los herbívoros que no les permiten crecer normalmente.
La leyenda cuenta que fueron precisamente estos árboles silvestres, los primeros bonsáis que los monjes budistas empezaron a recoger para evitar su sufrimiento. Así desarrollaron la modalidad denominada Yamadori, que consiste en “recuperar” (utilizando el lenguaje del bonsái) los árboles silvestres para cultivarlos en pequeñas macetas. Desde entonces se ha venido practicando esta técnica a menudo con la idea de que se está salvando al árbol de aquel sufrimiento e incluso de la muerte.
La realidad es muy distinta. La presencia de estos viejos diminutos denota las dificultades de regeneración del bosque en los lugares donde se encuentran. La causa suele ser un desequilibrio en el que la vegetación apenas soporta el exceso de herbívoros (cérvidos y ganado doméstico principalmente) y responde con esta estrategia que consiste en arraigar profundamente y resistir, décadas, e incluso cientos de años, a la espera de una oportunidad. Para ello están especialmente dotadas las especies más longevas y sobrias como el tejo y otras coníferas, el boj, el acebuche… Cuando se produce un descenso de la presión (por ejemplo si el número de herbívoros salvajes o domésticos desciende por un aumento de lobos, una epidemia, abundantes nevadas…), los árboles lograrán elevarse por encima del diente de los animales. Dos metros son suficientes para comenzar a crear una copa que se expandirá permitiendo el desarrollo normal de un árbol que incluso terminará creando un profundo sustrato sobre la roca en la que se asentaba.
Comúnmente en estos enclaves castigados por el intenso sobrepastoreo y pisoteo, las posibilidades de supervivencia de las plántulas anuales son ínfimas y el bosque se renueva gracias a estos mecanismos que favorecen a los árboles más longevos y mejor adaptados. Son precisamente algunos de estos como el tejo o el acebuche, los que se han amparado en los últimos tiempos bajo el paraguas de las leyes y medidas de protección que se han ido adoptando ante la alarmante regresión, incluso exterminio, de sus poblaciones, debida a esas dificultades, pero también a la persecución que han sufrido a causa de su preciada madera y otros factores.
Por otra parte, el incalculable valor de ecosistemas como las tejedas, tanto a nivel científico como patrimonial, se debe muchas veces a la edad de estos bosques, pero sobre todo a su rareza y al hecho de que se consideran ecosistemas relictos, que han sobrevivido tan solo en reductos que mantienen condiciones ambientales favorables y están suficientemente apartados de la devastadora influencia humana. Hablamos incluso de algunos de los últimos refugios de la vida silvestre en todo el continente.
Por tanto cuando hablamos de recuperación debe quedar claro que podemos salvar un árbol rescatándolo del lugar donde pasa una carretera o la amenaza de una cantera es inminente. Pero en la montaña, la “recuperación” de bonsáis, es realmente un rapto que si se produce de manera constante y generalizada tiene efectos desastrosos para estos bosques.
De ahí que la noticia de un tejo bonsái de 800 años recuperado en la montaña asturiana hace dos años y presentado en el congreso de Lorca como estrella mediática, ha despertado no poco estupor e indignación, especialmente entre los que nos preocupamos desde hace años por el envejecimiento y la regresión inexorable de estos bosques.
Más tarde hemos ido recabando y contrastando información y comprobamos que en el mundo del bonsái hay verdaderos depredadores que se dedican a arrancar y expoliar este insustituible patrimonio natural para más tarde especular, invertir, incluso blanquear dinero. Por tanto la denuncia no es solo para el que arranca sino para el que compra, encarga o alienta de mil modos distintos esta práctica que no tiene nada de ética y casi siempre es además delictiva.
Proponemos por tanto una nueva forma de rescate y salvación de los árboles silvestres. Se trata de denunciar y aislar a los delincuentes profesionales y apartarlos de una afición o disciplina que no se merece esta lacra.